Érase un cementerio llamado de San Bartolomé, nombre tomado de un monasterio que en el mismo lugar existía, y que tuvo suma importancia allá por los años de mil é quinientos, y érase una mañana de Abril de 1887.
La entrada al campo santo hallábase rodeada de corpulentos árboles, de cuyas copas entrelazábanse los ramajes formando graciosos arcos de follajes; parecían disimular y como queriendo indicar el paso, no á un depósito de muertos, si no a un parque en donde se recrea la vista y goza el espíritu todo, ante la múltiple combinación de colores , que forman los pétalos, y la aromática fragancia de sus flores.
El cementerio no contenía panteones en donde el genio del artista inspirase y ejecutara sus concepciones, ningún escultor ostenta en aquél pasaje simbólicas ideas.
Allí no se recordaba en manera alguna el orgullo póstumo de los sátrapas de Oriente, ni el de los faraones, ni a los césares de Roma.
Para nada aparecían mármoles que hiciesen recordar los soberbios monumentos que Pisa guarda en su mansión de los muertos.
Los órdenes arquitectónicos tampoco hicieron gala de sus estilos en aquél apagado y lúgubre lugar.
Ni al Gioto, ni á Fra Angélico, ni á Nicolás ni á Juan de Pisa, ni á Bizanzio, allí no se les adivinaba ni se pudo imaginar que los cementerios ostentasen grandiosidades de genios colosales, ni clásicas esculturas, ni frescos en sus muros.
Pues bien, érase el 27 de Abril, el cielo mostrábase en limpido azul, apenas distraía su luminoso tono nubecilla alguna.
En primer término un hombre y su diestra empuña una azada, con marcada indiferencia descansa junto a una cruz de palo; á un lado dos sacerdotes, á otro curiosos; allí lejos, muy distante, en el fondo, distínguese justamente la silueta del Larrun, delante del Larrun el Aya, algo más á la derecha, en lontananza, la cumbre de San Marcos y en frente Choritoquieta y trozo de Santiago-mendi, cortado todo esto por una simple línea que es la tapia del cementerio.
El hombre empieza su faena, arranca la cruz de cuajo y cava. Con otros personajes hubiérame parecido ver a Hamlet ente los despojos de Yorik. Ya á ambos costados amontona tierra, agrándase por momentos el agujero, así como en los espectadores crece el interés, á cada golpe de azadón baja el hombre, , yace hasta medio cuerpo metido en la zanja..........!
Ha cesado, ya no golpea, recoje cuidadosamente unos huesos y partículas careadas; el hombre fondea algo más y logra alcanzar un cráneo.
¡Es el cráneo del poeta! ¡Es la caja del encéfalo en donde tantas y tantas bellezas se imaginó! ¡Fue la cabeza creadora que concibió con singular originalidad, buen gusto y refinado sentimentalismo....!
Ese cráneo, esos restos, esas partículas, fueron de quien " en Francia hubiera sido un Musset, en Italia un Leopardi, en Alemania un Heine, en España un Becquer" y porque en el país vascongado es donde existió el poeta, no fueron más que los restos de Bilintx!
Estas líneas fueron escritas por Don Francisco López Alén, a finales del siglo XIX, en una de sus magnificas aportaciones al periodismo de nuestra tierra en general y de nuestra ciudad en particular. Fueron publicadas también por Antonio Peña y Goñi en el madrileño periódico "El Tiempo". En ellas hacía honores a un hombre, un intelectual de la tierra, nacido entre los nuestros y destacado de entre ellos por méritos propios. Un hombre que sabía llegar a sus conciudadanos con sus sentimientos, que plasmaba entre rimas y estrofas. Era nuestro bertsolari más destacado y afamado. Era la cabeza intelectual más destacada entre los escritores del momento, que usaban nuestra ancestral lengua.
Nos relata la exhumación de sus restos del desaparecido cementerio de San Bartolomé, para proceder a su traslado al recién inaugurado de Polloe. La presencia de testigos y curiosos nos delata la importancia del cuerpo que se procedía a desenterrar.
Benito Jamar, otro antepasado de mi familia, lo mismo que López Alén, en el prólogo de "Poesía euskara" nos cuenta:
"... a uno de ellos conocí y traté yo; al más sensible a lo bello, al más tierno, y al mismo tiempo, por uno de esos contrastes misteriosos de la naturaleza humana, al más mordaz; conocí y traté a Vilinch... En aquel café Oriental de la calle de Esterlines, célebre por sus helados, nos reuníamos, en horas en que nadie acudía allí, varios aficionados a la literatura. Yo era niño, Vilinch era ya hombre entrado en años. Vilinch nos recitaba sus tiernos versos. Allí conoció las Doloras de Campoamor; quiso cultivar el género y fracasó. No era esa la lira que debía él pulsar. Pero yo le leí la poesía que aquella alma se podía asimilar, le leí las Rimas de Bécquer y las Elegías de Aguilera. Aún recuerdo la atención con que seguía Vilinch la lectura: aquello era más que poner atención: era desprenderse de toda su alma para identificarse con el alma del poeta».
Indalecio Bizcarrondo había nacido en San Sebastián, y no disfrutó de una vida fácil. Sufrió un accidente de niño que le dejó desfigurado el rostro. Más tarde se quedó cojo de por vida por la cogida que sufrió en una sokamuturra, años más tarde sufrió el robo de todos sus ahorros, acumulados durante toda su vida.
Consiguió trabajar como conserje en el Teatro Principal de nuestra ciudad, y tenía la suerte de que se habilitara una reducida habitación en el desván para que viviera junto a su familia. Se había casado en 1869 con Nicolasa Erquicia, y de esta unión nacieron tres hijos.
Pero la vida de nuestro poeta no fue ni será fácil. El destino le tenía reservado un triste y doloroso final. Nuestra ciudad se encontraba sitiada nuevamente. Los carlistas volvían a bombardear los tejados de los hogares donostiarras, defensores de la libertad frente a las ideas más absolutistas y reaccionarias. Bilintx o Vilinch, como quiera escribirse, lo que importa es el contenido y no el envase, apoyaba a sus conciudadanos, por lo que mantenía gratas relaciones con el Batallón de Voluntarios de la ciudad.
El año 1876 comenzó triste para nuestra ciudad. Los primeros 25 días del Enero nos obsequiaron con 685 granadas, pese a las cuales los donostiarras trataban de hacer una vida "normal". La fiesta de San Sebastián se limitó a una charanga que recorrió las calles de la ciudad entre las 6 y las 8 de la mañana, junto a una banda de tambores y barriles. Este día, el 20 de Enero explotaron 18 granadas mientras la música intentaba hacer olvidar el opresor ambiente de una ciudad sitiada.
Nadie podía predecir que tan sólo un día después uno de estos "pepinos", denominación popular con la que la población los conocía, caería en el tejado del Teatro Principal, justo en la casa donde se encontraba nuestro poeta. Le destrozó las dos piernas, una de las cuales le tuvo que ser amputada. Las desgracias no le querían dejar sólo. Seguían acompañándole a lo largo de su vida. No pudo superar este trance, y tras seis meses de sufrimientos sin fin, falleció a las 4 de la madrugada del 22 de Julio.
Su cuerpo fue enterrado en el Cementerio de San Bartolomé, entre honores y todas las personalidades de nuestra ciudad. Un simple conserje era enterrado como si se tratara de la más alta personalidad de la ciudad. Los Alcaldes, el Gobernador Civil, amigos, vecinos y sus desconsolados familiares encabezados por su viuda, Nicolasa, que tenía tan sólo 29 años y tres niños que cuidar. Las notas tocadas por la banda del Batallón de Voluntarios seguramente no pudieron ahogar las penas y miedos que esta mujer albergaría en su interior.
Pero la ciudad de San Sebastián es grande. Perdón, quise decir era grande. Los vecinos se volcaron en ayudas para la desconsolada viuda. Hubo funciones en los teatros de la ciudad para recaudar fondos, y se le concedió un pequeño estanco junto al teatro donde trabajó su marido.
Los años pasaron, y como hemos podido leer al comienzo de esta humilde narración, el tiempo no quería dejar que nuestro poeta, nuestro bertsolari, descansase en paz. El cementerio tenía que desaparecer en beneficio del futuro urbanismo de nuestra capital. Sus restos fueron trasladados al cementerio de Polloe. Sus familia también fue desapareciendo con el inexorable devenir de los años y acabaron descansando junto a él. En el panteón se encuentra unos de sus hijos y su viuda.
Pero ingrato futuro acecha desde todos lados. La mala suerte no quiere abandonar a su víctima. La mentalidad especulativa de los "representantes" de San Sebastián, tanto antiguos como nuevos, carentes de cualquier forma de sensibilidad y respeto por nuestros antepasados, deja su huella en forma de zarpazo a nuestra historia. Un hombre, un panteón, un monumento. En cualquier ciudad del mundo civilizado sería cuidado y respetado. En San Sebastián-Donostia no ocurre esto. La mala suerte, la mezquindad, la insensibilidad, la falta de amor por nuestra historia, todos estos males se ven encarnados en nuestros "representantes" municipales.
El panteón de tan ilustre donostiarra está señalado con un ignominioso cartel municipal. Su panteón, su lugar de descanso ya no le pertenece, no es de su propiedad. Ahora está en manos del Excelentísimo Ayuntamiento de San Sebastián, como ha ocurrido con otros muchos. Por cierto, Excelentísimo por lo que hicieron otros, no por los actuales próceres donostiarras.
Su destino creo que está tomando otro camino, uno que no dirige más que al olvido, que como amante de mi historia, de mi ciudad, no me gustaría que siguiera adelante. No se merece el anonimato de un osario, aunque este final sería una nueva tragedia que serviría como lamentable colofón a la que fue su triste vida.
Quiero agradecer a personas, preocupadas por nuestra ciudad, que amablemente me informan de detalles tan denunciables como este, me facilitan fotografías, etc, dedicando su tiempo a cuidar y vigilar el correcto pasar del tiempo entre nuestras venerables piedras. Gracias Luis Mari Florez Arabaolaza.