Muchas generaciones de donostiarras nos han precedido. Hombres y mujeres han nacido, crecido, amado y odiado. Han sufrido penas y dolores para, finalmente, morir dejando paso a nuevas generaciones, fruto estas de sus amoríos.
Pero la muerte no es total mientras queda el recuerdo. Mientras alguien te tenga en la memoria uno no muere del todo. Tu recuerdo sigue vivo, o al menos eso es lo que yo creo.
En uno de mis frecuentes paseos por mi querida Parte Vieja donostiarra, perdiéndome entre esas calles que me han visto crecer, reír y llorar, lo mismo que hicieron con mis padres y antes con los padres de estos, y así hasta perdernos en la oscuridad del tiempo, hice un descubrimiento insospechado. Os comentaré...
Uno de los rincones que más me gusta, y que, cuando estoy completamente sólo, me enloquece la imaginación, es el callejón de San Telmo, ahora más conocido como de Santa Corda. Sólo pensar que realmente estoy en una de las pocas calles que se salvaron del incendio de 1813, me llena de sensaciones agridulces. Pienso en las paredes, mudas ahora, silenciosas como la calle. Las miro y pienso en lo que habrán visto y oído, en lo que nos contarían si pudiesen hablar.
Y así, de esa manera, descubrí hace muchos años unas curiosas inscripciones grabadas en los sillares de una de las paredes. Se trataba de un refuerzo de la pared del convento de San Telmo, junto a su antigua entrada principal, para cuya construcción se habían utilizado piedras procedentes de otras construcciones más antiguas, y eso que el convento se comenzó a construir allá por la década de los treinta, pero de los mil y quinientos...
Estaba ante losas sepulcrales de antiguos habitantes de mi ciudad. Ante los únicos vestigios de unas personas, donostiarras como yo, que me precedieron en esta preciosa población. Ya nadie se acuerda de ellos. Nadie sabe nada de sus vidas, de sus amores y desventuras. Desconocemos donde vivieron y donde reposaron sus cuerpos. Tampoco sabemos cuándo se profanó su eterno descanso, y que se hizo con sus pobres huesos.
Pero las piedras nos hablan. Y cuando uno se para ante ellas, puede descubrir cosas de nuestro pasado. Así de esta manera, rozando suavemente con el índice, las cicatrices que sobre ellas realizó un cincel hace más de medio millar de años, uno va hilando letras que se convierten en palabras, y estas en nombres, como el de María José Phalarrar. Una mujer con curioso apellido, seguramente de origen gascón, como la mayoría de los donostiarras de finales de la Edad Media. Una mujer que no sabemos si murió joven, o anciana, si tuvo esposo, hijos... no sabemos nada de ella. Sólo gracias a esa losa su nombre, y tal vez incompleto, pero afortunadamente, leyendo estas líneas, la hemos hecho renacer, aunque sea solamente un poquito, desde la oscuridad del tiempo.
Hola María José.
Fdo. José María Leclercq Sáiz
P.D.En el año 2008 el historiador Fermín Muñoz Echabeguren publicó el libro titulado San Sebastián. Anecdotario Histórico. La plaza de la Trinidad y la calle Santa Corda, en el que también se menciona estas inscripciones. Lo recomiendo.
P.D. Una amable lectora a la que agradezco su comentario, Anna Arregui, apostilla la posibilidad de que en lugar de ser Maria José Phalarrar... sea realmente María Josepha Larrar..... Creo que no va nada desencaminada, me parece muy acertada esta posibilidad, más incluso que la señalada en el libro de Muñoz Echabeguren que recojo en el artículo.
Gracias Anna.