¡Qué gozada!
Un domingo por la mañana, muy temprano, en la Parte Vieja de San Sebastián. Respiraba y disfrutaba del frescor matinal. Solamente oía el retumbar de mis pisadas. Es lo bueno que tiene madrugar en una ciudad como la nuestra un día festivo. Mientras mis vecinos duermen o se desperezan en sus casas, la calle es para los sentidos.
Mi imaginación también se había desperezado hacía tiempo, y comencé a pensar en las generaciones de donostiarras que habían visto desfilar las centenarias paredes que contemplaba durante mi paseo. Primero la calle 31 de Agosto, luego la esquina con la iglesia de San Vicente, y así, avanzando, comencé a ver la recta línea de la calle Narrica. Resguardé mis manos en los bolsillos. En invierno el fresco a veces se convierte en frio, y a los pocos metros me sucedió algo extrañísimo.
Dejad que os lo cuente.
Mis piernas, de forma inexplicable, se negaban a seguir avanzando. Mis pies cada vez pesaban más. Era como si algo me intentase retener. Me rendí, e interrumpí mi paseo. Me quedé quieto. Sólo en la calle... y comencé a observar a mi alrededor. Todos mis sentidos enfocaban un punto determinado. Un lugar concreto en una de las fachadas. Allí estaba el origen de las fuerzas que me retenían. Era algo extrañísimo, sin explicación, pero ese objeto, incrustado entre los viejos sillares, rodeado de grafitis, parecía que no quería que me alejara. Cedí y me dejé llevar. Me acerque a él entre sorprendido y algo temeroso.
Comencé a observarlo, y fui consciente de las cientos, o incluso miles de veces, que había pasado ante él sin mirarlo, sin tan siquiera verlo. Su negra boca parecía tener muchos secretos que contarme, y mi curiosidad anhelaba conocerlos todos. Cerré los ojos, apoyé mi mano en él, noté que estaba frio... y me dejé llevar.
De golpe, la oscuridad que originaban mis párpados cerrados comenzó a iluminarse. La calle aparecía nuevamente ante mí, a pesar de que seguía cerrando mis ojos con fuerza. Cada vez más fuerte. Lenta, pero ininterrumpida, todas sus formas se hacían cada vez más claras. Me fijé en el suelo y había cambiado. No eran las losas actuales, eran adoquines. Todo parecía más nuevo a la vez que antiguo. Antiguo pero no viejo. Empezaron a oírse voces, gritos de niños y ruidos. Muchos sonidos me parecían nuevos, desconocidos. Me vi rodeado de sombras que poco a poco se convirtieron en seres humanos, como yo, aunque vestidos de manera diferente. Al principio me asusté, e intenté abrir los ojos pero no pude. Sus ropas eran más oscuras, sus colores apagados, casi todas ellas raídas, con inequívocos síntomas de haber sido utilizadas largo tiempo. Ellos parecía que no me veían. Yo era invisible.
Alguna que otra se acercaba a la pared que tenía al lado, e introducía algo en la oscura boca que parecía mirarme. Casi rozaban mi inmóvil mano. Me fije en los gestos de esos seres, en sus detalles. Algunos dejaban rápidamente la carta y desaparecían, alguna miraba el sobre, y antes de introducirlo, con ojos vidriosos, furtivamente lo besaba.
En efecto, como ya habrá adivinado el lector, se trataba de un buzón de correos. Un antiquísimo buzón, todo él hecho en mármol. Mi mano se escurrió, y nada más dejar de tocarlo, mis ojos se abrieron y volví a sentir el frio de la húmeda mañana. Las personas con ropas extrañas se convirtieron de nuevo en extrañas sombras, y estas se difuminaron hasta desaparecer. Los adoquines ya no estaban bajo mis pies, todo volvía a ser más familiar, más cotidiano.
Regresé a casa, me hice un chocolate caliente, desayuno típico de las familias donostiarras desde esos tiempos en que, mi ciudad, progresaba gracias a la importación del cacao, allá por los mil setecientos. Con la taza en la mano fui a buscar entre mis estanterías un libro en concreto. No sé cómo, pero sabía cuál era. Me senté y lo abrí.
Se trataba del titulado "El San Sebastián que fue" de Juan Mari Peña Santiago, y en sus páginas se explicaba el origen del desconocido buzón. Este llevaba allí desde principios del siglo XIX. Tras el incendio de nuestra ciudad por los "aliados" en 1813, cuando se reconstruyeron sus casas, en el número 22 de la calle Narrica se incrustó esta boca de correos seguramente en la década de 1820. En este lugar se situaba la casa conocida como "Posta", al ser el lugar en donde se pasaba a retirar o a entregar el correo que nuestros antepasados dirigían al resto de España, o del mundo.
Por ejemplo, a modo de curiosidad, se sabe que la diligencia que comunicaba nuestra ciudad con Madrid, y que era la encargada de transportar esas cartas, realizaba el trayecto normalmente acompañada de otros vehículos, buscando la protección del número ante la inseguridad del camino, lleno de peligrosos puntos, con bandoleros deseando desvalijar a los sufridos viajeros que en ellas se desplazaban. Los equipajes no estaban asegurados en caso de perderse al ser atacada la diligencia. El viaje hasta Madrid, hoy en día, nos ocupa escasamente cinco horas, en esos años, con suerte, no llegaba a los tres días. Con averías y mal tiempo, ni se sabe la fecha exacta de llegada, siempre y cuando, en el punto más peligroso, el Puerto de Descarga, no acabase todo de manera trágica en el fondo de algún acantilado.
Pero volví a recordar el buzón...
Cuantos deseos, amores, tristezas, negocios, y así un largo etcétera, abran caído devorados por esa oscura ranura. Hoy, si introducís la mano, notaréis que no mantiene comunicación alguna con el interior de la casa. Ya no pasan por él, desde hace muchísimos años, los papales escritos por los donostiarras de otros tiempos. Los sobres, con sus sellos reflejando los rostros de Isabel II, del extranjero Amadeo, del triste Alfonso XII, hace tiempo que desaparecieron. La comunicación está cortada.
No olvidemos este curioso objeto que ha llegado hasta nuestros días. Es un superviviente del pasado. Un testigo de nuestra pequeña historia cotidiana. De esa historia que emociona, la de los deseos, la de las esperanzas y sentimientos.
Espero que este pequeño relato os haya gustado... y sirva para que no olvidéis que en la calle Narrica, todavía existe una ventana abierta hacia nuestro pasado.
Fdo. José María Leclercq Sáiz